Por Aryanna Headley
«¿Qué le dijo un techo a otro techo? Techo de menos». Un niño me soltó ese chiste mientras repartíamos cajas de comida por Madrid. Nos reímos tanto que, por un segundo, consideramos dejar la escuela y contarlos en el metro por unas monedas…, pero yo tenía que volver a casa y su madre claramente no lo iba a permitir.
Más allá del humor espontáneo, hacer voluntariado en Madrid me permitió conocer gente increíble y sumergirme de lleno en la comunidad madrileña. De hecho, estas experiencias están entre mis recuerdos más queridos de mi estancia en Madrid. Durante mi tiempo en la ciudad, colaboré principalmente con dos organizaciones: Cruz Roja y Cooperación Internacional. Gracias a ellas, no solo practiqué mi español, sino que también vi de cerca cómo vive, ayuda y se cuida la gente aquí.
Mi actividad favorita con Cruz Roja fue participar en la campaña «Desayunos y meriendas para niños» en dos supermercados Alcampo (Usera y Manuel Becerra). Me registré como voluntaria temporal en su sitio web y, una vez aceptada, empecé a recibir oportunidades por correo. Durante cuatro horas al día, entregaba folletos a los clientes y les animaba a donar en caja. Fue una experiencia muy enriquecedora: nadie hablaba inglés, así que tenía que sacar todo mi español. Me encantó ver cuánta gente estaba dispuesta a ayudar.
Con Cooperación Internacional, me uní al programa Friday Revolution, del que me había hablado un amigo. El proceso fue facilísimo: solo había que poner tu nombre, universidad y correo electrónico. Me apunté a diferentes actividades, como visitar residencias de ancianos para jugar al bingo o repartir cajas de alimentos a familias necesitadas.
Visitar el hogar de ancianos fue especial para mí. Sentí una conexión muy humana con los residentes. Recuerdo especialmente a Isabel, una señora de unos ochenta años con la que hablé de la vida, los sueños y los colores favoritos. Cuando le pregunté si aún tenía sueños, me dijo que no, porque ya era vieja. «Tú estás en la primera etapa de tu vida y yo en la última», me dijo. Esa frase me marcó. Me hizo pensar en lo rápido que pasa el tiempo y en lo importante que es aprovecharlo.
También repartimos alimentos a una familia formada por una madre, sus padres y tres hijos. Los abuelos estaban felices de tener visitas; la madre nos enseñó sus nuevos aparatos con orgullo, y los niños no paraban de contar chistes y de enseñarnos la jerga local. Fue una tarde llena de risas, historias y ternura.
En ambas experiencias, usé muchísimo el español y me sentía muy orgullosa cada vez que alguien me decía que lo hablaba bien. A veces era un reto, especialmente jugando al bingo, cuando tenía que repetir o explicar cosas. Pero ahí es cuando uno realmente aprende y crece.
El voluntariado en Madrid me confirmó algo: me gusta ayudar a la gente, y quiero una carrera donde pueda hacerlo. Aprendí que los pequeños gestos —dar tu tiempo, escuchar, simplemente estar presente— pueden tener un gran valor. Si eres estudiante y estás dudando en involucrarte, mi consejo es el mismo que me dio Isabel: ¡hazlo! Porque el tiempo no espera a nadie.

