Descubrir una afición al deporte en Madrid

Molly Canfield (mayo 2022)

Al principio de mi estancia en España, mi madre anfitriona y yo comimos al aire libre, bajo el sol, en una plaza cercana a nuestra casa. Ella miraba su teléfono una y otra vez, refrescando los resultados del Australian Open. Rafael Nadal jugaba la final; ella deseaba desesperadamente que ganara. Pero, cuando lo hizo, ella no estaba mirando su teléfono. En su lugar, escuchamos gritos de alegría a nuestro alrededor. La ciudad celebraba la victoria de Nadal, animando a su campeón.

Antes de venir a España, no me interesaban los deportes. En el mejor de los casos, era indiferente; en el peor, me oponía activamente. Pero mi madre anfitriona es una gran aficionada: le encanta el tenis y el fútbol y los ve religiosamente. Se convirtió en algo fácil para la conversación: me explicó las reglas, me dijo qué torneos se jugaban y quién jugaba contra quién. Y, en Madrid, puedo sentir el deporte en el aire. Cuando paseo por la ciudad durante un partido de fútbol, siempre puedo saber quién va ganando: hay gemidos colectivos cuando el Madrid va perdiendo y gritos de júbilo cuando marca.

La noche de la semifinal de Real Madrid en la Liga de Campeones, dejé de lado mis prejuicios y fui a ver el partido con mi madre anfitriona, en un bar con sus amigas. El Madrid había perdido por un punto ante el Manchester City en la ida; para remontar la desventaja en la vuelta necesitaba marcar—uno para empatar, dos para ganar. Mi madre anfitriona estaba nerviosa. Quería que el Madrid ganara, pero no estaba segura de que lo hiciera.

El bar estaba lleno de gente y de energía nerviosa. Mi madre anfitriona y sus amigos conocen al dueño del bar. Nos trajeron la cena: tortilla y croquetas y pimientos padrón, sushi y sopa de miso. “Sólo estamos cenando con amigos,”  bromearon, “no hay nada más.” (Y también: “tenemos que juntar nuestro dinero para comprar un desfibrilador antes de que empiece el partido, por si acaso”).

Y empezó el partido. Los primeros minutos fueron brutales. El Madrid no marcaba y no marcaba; el Manchester City sí. En el descanso, la amiga de mi madre anfitriona nos puso flores blancas caseras en el pelo (“son talismanes,” nos dijo más tarde, “hechos con papel higiénico”); se pintó los labios de rojo, esperando que también fuera un amuleto de buena suerte. Pero el partido comenzó de nuevo, y el Madrid seguía sin marcar. La energía excitada, los cánticos bulliciosos se transformaron en una depresión generalizada. Pensé que la gente que me rodeaba iba a llorar.

Pero entonces, cuando un comentarista dijo que el Madrid tenía sólo un 1% de posibilidades de ganar, marcaron. Y luego volvieron a hacerlo. Era un empate. Todo el mundo estaba de pie, gritando y cantando, saltando y abrazándose. En la prórroga, el Madrid ganó con un penalti. El bar estaba eufórico. “Sí, sí, sí, nos vamos a París,” coreaban. Abracé a mi madre anfitriona y a sus amigas (desconocidas que se habían convertido en mis amigas); hablamos de todo lo que había pasado en el partido; gritamos al ritmo de “We are the Champions,”; me dijeron que me harían FaceTime durante la final. Al olvidar mis prejuicios, al estar abierta a cosas a las que no estaría en Estados Unidos, encontré una nueva comunidad en Madrid.

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